
Presentamos unos poemas del autor chileno Guilermo Mondaca (Coquimbo, 1991).
NOCTURNA
III
(FRAGMENTO)
Nuestras manos erguidas de distancia
como una llama que en el hielo cruza su ardor,
roen la cáscara donde revienta la cara del mundo,
buscando la dirección cortada en su madeja.
Acaso, una grieta donde hundir el pilar que sostiene
el ladrido vertiginoso, de la cadena hacia los precipicios;
acaso, una huella para quebrar el paso en que nace el sendero.
Lo distante en el ciego toca su rostro, de pronto
un crepitar borrado de hojas secas arrastran su semilla
entre largas cuerdas. Este es el abismo
que sube en busca de su propio equilibrio.
Aun cuando el agua
de la copa no es la misma en su círculo que permanece,
aun cuando la ola en lo sumergido no reviente,
aun cuando el viaje sea oscuridad que cede
a otras oscuridades.
Por ello descorro las vendas que son mis ojos
y estoy de mar atravesado en su brasa blanca
que revienta crecida de anillos; estoy ahora
acostándome con un puñado de estrellas
hasta romperlas, mordiendo la moneda en mi boca ya florecida
en el crisol que derramas entre los cuernos. Entonces entro
en la piel germinada por los tragados párpados,
para ver que en lo inacabado rueda el simulacro de carne
y sangre y ojos que me lanza enredado en la lengua de la tormenta
hacia la tormenta, encerrando el sonido
como las alas de un pájaro entre los vidrios del aire.
Este es el punto, abierta el agua y la tierra en su marca
como la silueta en la pupila perdura un instante su lejanía:
Se yergue el camino desenredado entre los peldaños,
la cuerda que une lo lejano y lo desconocido,
que mueve mis piernas, mis brazos desde lo negro
de un ovillo que al tejerse te pronuncia.
El blanco de una sien hacia su anverso precipitada
nos otorga su lámpara entre las cicatrices de la ola,
entre el disparo y su tránsito ciego; nos otorga su zarza encendida
que yace en medio del océano sin vuelos;
en el mar que quiebra sus hombros de espejos entre peñascos;
en sus ojos de espadas que se hieren
salta nuestra bengala desenredada de búsqueda,
expandida, aquí corpórea, la bengala hecha instinto
que se le agotan las manos,
callando y siguiendo,
callando y siguiendo
callando
y siguiendo, los faroles atravesados en mi garganta guían
las náufragas puntas de la estrella, porque la mandíbula rota del canto
continúa nadando encendida de petróleo, como animal
que choca con la quebrada diadema de la ola
y en su fragmentación de nogales de vidrio el animal
es una hiedra oceánica, un corazón bajo la lluvia
que se come la abstracción de su referencia.
En este ballet de tierra, en este remolino contra la corriente
donde el jinete gira en la soledad del caballo desasido,
me tallo los granos dispersos de la piedra en la locura, los hundo,
anillo las verdes cuerdas del mar,
arranco las marcas que el tiempo araña en el árbol;
desde el torso de un ave que me flota el cielo
lanzo los sellos encendidos, la germinación de los fragmentos,
la germinación como una lluvia de dientes pronunciados
tras el ventanal trisado del mundo; desde esta trampa
cruzada entre ojo y ojo, enredada en un decir que no se alcanza,
que se persigue el dolorido olor de la sombra huacha,
que se persigue quebrando el reflejo dormido de su imagen.
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