
como segunda entrega de la antología de poesía canaria que prepara nuestro editor, el poeta Samir Delgado, presentamos una muestra de Ramiro Rosón Mesa (Santa Cruz de Tenerife, 1989).
La diferencia
Todos los días,
hay algo nuevo,
hay algo diferente bajo el sol.
Salomón lo ignoraba,
enfermo de melancolía,
pero basta mirar los detalles
más ínfimos del mundo,
en los que surge
su novedad eterna.
El gorrión del paseo
marítimo, la sombra saltarina
que merodea cerca
del índigo radiante de las olas,
buscando las migajas
de pan caídas en la acera,
no es el mismo del otro día
ni será el de mañana.
Es único, posado
en la inasible rosa del momento,
la que ninguna mano sostiene.
El aire me lo dice:
«mira con ojos limpios,
lavados en el agua de los mares,
desnuda fuente del origen,
y verás con asombro,
más allá de las mudas galerías
de idénticos espejos,
la diferencia,
la variedad innumerable de las cosas».
La muerte de Antínoo
El perfil de la tarde acaricia las dunas ardientes
y los ibis sagrados retornan volando a sus nidos,
cuando el joven criado en el Asia, que lleva en sus ojos
una luz de frondosos laureles y grutas marinas,
abandona, remando en canoa, la barca de Adriano,
la que surca las aguas del Nilo con áureas formas.
En la margen que nobles palmeras, inmóviles, guardan,
entra a solas en una capilla de muros calizos,
donde toma su daga y se corta los rubios cabellos,
para luego quemarlos, con llamas de sombras azules,
en ofrenda a los dioses egipcios, los ídolos mudos
cuyos labios de piedra conocen la cifra del tiempo.
Los videntes anuncian a Adriano, con lúgubres ojos,
que sus últimos años de vida se agotan: su muerte
ya se acerca; y Antínoo quiere, con un sacrificio,
retrasarla, pidiendo la gracia de bárbaros dioses.
Pero sorda, latente, debajo de miedos y afanes,
otra causa dirige sus pasos: la sombra del tedio.
La belleza del mundo le cansa: sus anchos jardines
no distraen su mente fogosa, y apenas entiende
cómo sufre de hastío si Adriano le da, generoso,
cuanto nombra su lengua de joven cansado y voluble.
No se siente quizá de este mundo: los dioses le llaman,
con sirenas celestes, y mira la tierra en conjunto
como un páramo negro, que fríos tornados laceran;
nada colma su sed imperiosa de un goce infinito,
ni el deseo que lanza su mente, de un súbito impulso,
como rauda saeta de fuego que sube a los astros.
Prisionero de fuerzas oscuras, desciende a la orilla,
donde pisa las viejas cisternas de baños rituales,
y en su limo vislumbra las formas de un joven difunto.
Se sumerge de pies a cabeza, con lánguidos pasos,
como pálidas letras de un libro que borran las aguas,
y una líquida sombra conduce sus miembros al fondo,
como un canto rodado naufraga con sordo murmullo.
Unas horas más tarde, los brazos de Adriano recogen
su desnudo fantasma, que alguna cisterna escondía
como un loto cerúleo deja su aroma en el viento.
Las ideas habitan la zona suprema del cosmos,
imitando los vahos acuosos que forman las nubes;
les resulta sombría y pesada la inerte materia,
y, si eligen a veces la carne viviente de un hombre,
dura poco su imagen alada, su turbio reflejo.
Como bloque de mármol apenas labrado, este mundo
le revela fisuras y manchas al ojo del hombre.
No hay mortal que no sufra un destino quebrado, inconcluso:
sólo cabe aceptarlo en silencio, con brava mesura,
o lanzarse al abismo, buscando lo eterno o la nada.
Águila
La ciudad me promete, con variados afiches,
la calidez mugrosa de su rebaño humano;
sus límites anuncian, con mudas amenazas,
el yermo sibilante de lo desconocido.
Detrás de las ventanas, en las habitaciones,
asoma con frecuencia, desnuda, la mentira:
una vida mediocre, de líneas borrosas,
consume sus afanes entre sórdidos muros.
Los ociosos alientan, como larvas del fango,
con el sordo murmullo de la chismografía;
los hipócritas juzgan sin piedad a los hombres,
guardando con recelo su corazón podrido.
Pero un águila roza, con sus alas abiertas,
un ámbito de llamas azules, planeando
sobre los aleteos rasantes de los buitres,
que van a los despojos en todo basurero.
Inteligencia mía, sosiégate y escucha
cómo el águila rompe los aires de un gemido:
que su remonte sea tu anhelo más profundo;
que su audacia te sirva de brújula y antorcha.
Nunca mires abajo si tus alas planean,
en la cumbre celeste, los días cegadores;
si vuelan entre brumas en la noche cerrada,
sobre las negras bocas de mares insondables.
Amarás a los hombres como son, mutilados
con la belleza pura de los ángeles rotos;
si alguna vez te hieren sus garras o sus fauces,
enjuaga tus heridas en amnésicas olas.
Cuando bajes a tierra vivirás a su lado,
como niño que viene de las constelaciones;
no digas que susurra, dentro de tus oídos,
el canto de ballena de las ondas astrales.
Ya conoces la sombra, los dones del estigma,
tu enorme diferencia. No presumas de nada.
Nada son tus brumosos relámpagos de ideas
bajo la cabellera fulgurante del cosmos.
Descubre las regiones que los mapas anuncian,
burlando sus fronteras dibujadas en tinta.
Madura, con diversos idiomas y costumbres,
tu vocación errante de ligero vilano.
No conoces la suerte, la forma del destino,
pero no des volando, temeroso, la vuelta:
solo viven de lleno las águilas, los hombres
que miran a las nubes con ojos acerados.
La noche
Es dulce y honorable morir por la patria.
(Horacio, Odas)
La noche viene
cabalgando los fríos vendavales
con su hueste de bruma,
pero ninguno de vosotros imagina
lo que guarda su piel morada.
Su veneno de adelfas
adormece a los perros
en los jardines olvidados;
su música de búhos
derrama tinta negra
en los acuíferos del sueño.
Mandáis a los dementes
que suban
a los tronos del mundo,
pero nada sabéis de la noche,
del teatro de sombras
donde las marionetas ensayan
los crímenes del siguiente día.
Movéis harapos en el viento
cuando los generales aúllan
y sus tambores ensordecen
vuestros oídos inflamados.
Pero debajo de vosotros,
que presumís en las mejillas
de la blancura de la muerte,
los hijos del silencio
padecen su destino
de piel negra, morena, de cobre.
Oídme ahora,
pobres húsares de la tarde,
siervos del mundo más ruinoso,
donde los parlamentos
emulan a los circos
mientras se van cayendo sus tejados.
Permaneced inmóviles, ausentes,
adorando los pálidos fantasmas
del himno y la bandera.
Declaraos ingleses o alemanes,
americanos o franceses,
mandriles obedientes
con sedosas corbatas en el cuello,
pues nada en absoluto
me asegura que seáis humanos.
Llevad en la casaca los emblemas
de los húsares más valientes:
un corazón helado,
un apellido huérfano de nombre.
Dejad los corazones en reposo,
fermentando la sangre con lejía,
con el azufre que devora
las raíces del trigo.
Leyes de bronce mandan
que susurréis en el cementerio,
desde los hoyos de las tumbas:
«sirvamos a la patria,
sirvamos a la muerte».
Miradme ahora sin clemencia:
yo soy el mismo que recibe golpes
en la comisaría,
lleno de cardenales
en el ancho desierto de su espalda;
el mismo que bracea moribundo
para salvarse del naufragio,
mientras aún recuerda
los ecos de las bombas en su casa;
el mismo que persigue
los caminos borrosos del desierto,
mientras aúllan los coyotes
y disparan los guardas fronterizos.
No llevo pasaporte:
mis heridas rezuman
la humanidad sangrante,
la misma que vosotros
deshacéis en jirones
detrás de muros y alambradas.
Yo vengo de los pozos más oscuros,
de túneles cavados
con el llanto del hombre, gota a gota,
pero me sé con vida,
pues todavía sangro
más allá de la indiferencia.
Cuando venga la noche,
si aún tenéis aliento,
susurrad en los hoyos de las tumbas,
debajo de las fúnebres violetas:
«sirvamos a la patria,
sirvamos a la muerte».
Leave a Reply