
(Fotografía de Carlos Ancheta)
Iniciamos el martes con una generosa selección de poemas de Arturo Gutiérrez Plaza (Caracas, 1962), quien hoy por hoy es un referente imprescindible para hablar de poesía venezolana actual. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Al margen de las hojas (Caracas: Monte Ávila, 1991), De espaldas al río (Caracas: El pez soluble, 1999), Principios de Contabilidad (México: Conaculta, 2000), Pasado en Limpio (Caracas: Equinoccio, bid&co, 2006) y Cuidados intensivos (Caracas: Lugar Común, 2014). Entre sus libros de ensayos, investigación literaria y antologías, se cuentan: Lecturas desplazadas: Encuentros hispanoamericanos con Cervantes y Góngora (Caracas: Equinoccio, 2009), Itinerarios de la ciudad en la poesía venezolana: una metáfora del cambio (Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2010), Las palabras necesarias. Muestra antológica de poesía venezolana del siglo XX (Santiago de Chile: LOM, 2010) y Formas en fuga. Antología poética de Juan Calzadilla (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2011). Ha obtenido, entre otros: el premio de poesía Mariano Picón Salas (Venezuela), en 1995; el Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz (México), en 1999 y el Premio Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana (Venezuela), en 2009. Es profesor titular jubilado de la Universidad Simón Bolívar (Venezuela) y actualmente se desempeña como profesor visitante en la Universidad de Oklahoma. Es también Editor Asociado de la revista literaria Latin American Literature Today.
La punta de un lápiz
Every day, every night of our lives, we’re leaving little bits of ourselves,
flakes of this and that, behind. Where do they go,
these bits and pieces of ourselves?
Raymond Carver
No es invierno aún, pero no importa,
hay vidas donde siempre las pisadas dejan huellas en la nieve.
El hombre barre el polvo
que se ha ido acumulando durante meses.
Barre los despojos de los días
-de lo que ha sido su cuerpo-.
Arrincona en las esquinas los malos pensamientos.
Barre sin pericia, pero barre,
junta pelusas, recuerdos, cabellos.
Yo, entretanto, decido mudar
la mesa hasta la ventana.
Desde allí la sombra de los árboles,
una vez apaciguada,
se amanceba con mi lápiz.
Sombra lujuriosa, común a la madera.
Así emprendo la faena
de escribir
de día
sobre penumbras.
Es fácil consolidar la vista
en la punta de un lápiz,
pretender el mundo en ella.
La mirada se despliega, persigue
los pasos de un destino ajeno,
(Si la vecina supiera todo esto
dejaría de saludarme.
Nunca es confiable la gente que se refugia
en la oscuridad a pleno sol).
Al barrer, las ventanas deben permanecer cerradas,
se debe evitar la agresión de vientos intrusos,
pequeños huracanes ávidos de aires contagiosos.
La historia nos habla de adustas civilizaciones,
confiadas, desprevenidas y hoy hechas polvo.
la punta del lápiz se pulveriza,
se convierte en trazo sobre la página,
apenas el efímero testimonio de una vaga intimidad.
En un solo montón se acumulan distintas formas de despojos:
pelos, pestañas caídas y gotas de sudor.
Por eso la escritura, que no es caso aparte,
me mira de reojo y junto a mi vecina, cierra su ventana.
Convertida en huella precaria
sigue los pasos de un hombre
sobre la irredenta nieve
que en enero de nuevo cubrirá
extensos y anónimos cementerios.
Todo a la espera del invierno.
Polvo apilado, ciudadanos vestigios
que también hacen su vida en este vecindario.
Las piedras
De las piedras se habla con envidia,
quizás, porque ellas no hablan.
No fruncen el ceño
y aparentan desatender
lo que a su alrededor acontece.
Obviamente, todo esto es mentira.
No vuelan, pero enseñan a los pájaros a volar.
Se detienen en los abismos, al pie
de los puentes, al margen de los ríos
y desde allí advierten como anónimos vigías
los peligros de sostenerse en el aire.
Cultivan además varias lenguas sin poseer ninguna.
Su arte está en hablar por boca de otros.
El aire las recuerda cada vez
que los páramos silban en el viento.
Y los ríos, cuando nos adormecen
con su insaciable ronquido.
Si se agrupan lo hacen
como gesto fraterno, pues odian la soledad.
De ellas se escribe siempre
para hablar de otra cosa.
Su aparente mudez
es tan solo una licencia que Dios les da,
pues así nos interroga.
Saudade
Me gustan las canciones tristes
en idiomas que desconozco.
Ellas me hacen recordar
que la tristeza
es un canto
que serenos escuchamos
sin afán de comprender.
Para cuando despiertes
Papá, ayer al dormir
olvidaste cerrar los ojos,
quizás por eso se nos ha hecho
tan larga esta noche,
fija en tu mirada
como si poco a poco
se alejara del amanecer.
Toda la noche hemos soñado con despertar
para hablarte y contarte las buenas nuevas:
“Un geranio rojo sorprendió temprano
nuestro jardín, mañana –dicen las noticias-
ha de escampar antes de que baje el sol
y estrenarán en todas las salas de cine
una misma película muda”.
Papá, anoche olvidaste apagar la luz
dejando la puerta de la calle entreabierta,
libre de pestillos,
como para que entrara la noche
y se recostara junto a ti.
Oye, ¿me escuchas?
¿por qué no me cuentas algo de tu sueño?
tú sabes, bajito, sin levantar mucho la voz
como si me hablaras con la pura mirada
para que los demás no despierten.
Recuerdo que siempre dices que con ella basta
porque tú y yo nos entendemos.
Papá, ¿sabes una cosa?…
Mejor es que sigamos durmiendo.
Ya mañana, con calma, hablaremos.
Interludio en altamar
Eres apenas distinta.
A pasados naufragios
opones los tuyos
sin saber nadar aún.
Las olas intrigan
y acercan nuestros cuerpos
como dos leños que flotan
juntos,
sin ataduras,
para fundar una ínsula extraña,
perdida,
lejana,
un islote a la deriva
que no registren los mapas,
escondido en altamar.
Un país
Cuando el forastero llegó
ya todos se habían ido.
Cuentan que sólo tuvo entre sus manos
acuarelas de niños que pintaban un país
donde la nieve era apenas un tacto imaginado.
Un lugar amañado por la astucia
y las costumbres de la luz,
que incauta resguardaba escondrijos
para que las sombras perpetuaran traiciones,
desde antes de nacer.
Cuentan sus ingenuos dibujos
(ahora devorados por polillas)
que era una tierra frondosa,
donde junto a la ventura
se forjaban ardorosas proclamas.
Una comarca poblada de fértiles maderas,
aptas para el refugio de hombres, isópteros y orugas.
Y también para el fuego.
Con poca luz
Uno está perdido
desde antes de nacer.
Toma una calle,
luego otra,
vislumbra una ciega
y al final pregunta.
Pero pocos saben
lo que tampoco uno.
Si es de noche
presentimos
la víspera de algo,
tal vez un cauce definitivo.
Si no pasa nada
y amanece
nos encerramos
en una habitación con poca luz,
para escribir sobre la noche
y la gente perdida en ella,
calle tras calle, hasta el crepúsculo.
Últimas palabras
No será por estos lados
donde se inicien las despedidas.
La memoria es vertical
y si vivimos de pie
lo hacemos
por confiar en sus sombras.
En un principio hubiera bastado
acudir a una escena familiar:
El padre monologaba en la mesa,
la madre sorbía su sopa,
los hijos asentían.
Cada quien levantaba murallas
para proteger sus fronteras.
Se abovedaban en el rencor.
Puertas adentro, sin embargo, acaecía otra historia.
En el lugar del viento había una casa cordial,
un sitio donde no hacía falta renunciar a la inocencia.
Allí vivíamos bajo el amparo de una diáfana soledad.
“No, no será aquí” ‒repetían incipientes ventiscas,
no será aquí donde oigamos decir las últimas palabras.
Ya se fueron la culpa y los culpables,
no hay transeúntes
y se hace tarde.
Ya pronto nos iremos sin decir adiós.
La gente invisible
When you have city eyes you cannot see the invisible people.
Salman Rushdie
Alguien debe recoger los muertos:
los de antes, los de ahora, los de siempre.
Alguien debe hacerlo.
Son urgentes la amnesia,
las calles limpias
y las flores en las aceras.
Tal vez sea la gente invisible
quien se ocupe de ellos.
Gente que al caminar
apenas deje huellas.
Gente sin padres ni abuelos.
Gente que está por nacer,
y vendrá con aguaceros.
La gente invisible sabe cantar
pero prefiere el silencio,
sabe reír si corresponde
pero no se deja tentar por quimeras.
La gente invisible procura
hacer todo invisible,
lo que vemos y lo que no.
Por eso si alguien se los lleva serán ellos.
Para que las calles queden limpias,
sin sangre ni recuerdos.
Cuidados intensivos
A la memoria de Wislawa Szymborska
Mis hermanos no leen poesía,
mis padres tampoco lo hicieron.
Por dictamen de estos tiempos
tal costumbre, ya familiar,
mis hijos la fortalecen en la escuela.
No obstante, toda cadena flaquea,
alguna vez, por su eslabón más débil.
Y entonces la poesía nos deja en evidencia:
señala con sorna un fatal padecimiento.
(También las palabras convalecen
bajo el asombro cotidiano).
Si hay conmiseración la lástima se abrevia.
Pero si el asunto se prolonga,
si adquiere largura la dolencia,
por tu bien, y la tranquilidad de los tuyos,
has de extremar otras unciones:
someter a cuidados intensivos el poema.
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